Nunca me había dado por leer novelas eróticas antes. No es que las odie, más bien odio esa espiral que lleva a la masa a consumir series, películas o libros por inercia social. Y de verdad, últimamente las sombras y el sexo disimulado en películas que pretenden ofrecer una visión moderna de la vida a través de la sumisión me tienen bastante harta.
Tras terminar las — interesantes pero infinitas — biografías de las ‘Reinas Malditas’ necesitaba una dosis de romanticismo, de ficción entretenida. Una historia de esas que te atrapa en el tren. Con la que sueñas cada noche deseando saber qué más va a pasar.
Abrí el libro, leí el prólogo y fue entonces cuando caí rendida a los pies de la autora, Anna Carreras. Ella me aseguraba desde el principio que no iba a leer «porno para mamás, ni para tías, ni para abuelas modernas de pelo teñido violeta y tetas de mentira. […] No veréis látigos ni agujas ni sombras grises o fucsias o de color de alas de mosca». La empatía que sentí me convenció. Otra mujer que huye de todo aquello que nombré en el primer párrafo.
Pronto me enganché a su historia. Una joven de 25 años que derrocha rabia y egoísmo en cada una de las frases de su monólogo interior. Una protagonista compleja, milenial, dispuesta a desafiar con sus actos el conservadurismo de su madre. Quien no aparece como tal en la historia, pero seguro que trataría de disuadir todos sus propósitos si se enterara de cuáles son los medios para conseguirlos.
Descubrimientos
El primer día que lo saqué en el transporte público vi como el pasajero que iba en el asiento de enfrente clavaba sus ojos en la contraportada, sé que leía con atención «Al coño, coño y a la polla, polla» por cómo le subieron los colores a medida que curioseaba lo poco podía de la sinopsis.
En el transbordo me subí a un tren que iba abarrotado y una señora de unos 50 años iba muy pegada a mí, y al parecer, fruto de su aburrimiento curioseó la página en la que yo estaba inmersa. Pronto empezó a mirarme de reojo, como si yo fuera una depravada. Señora, sepa que tiene que «aparcar el misionero». Probablemente sería feliz liberando su corsé de ‘mujer de bien’.
Ser invisible entre el bullicio de la gente de Madrid siempre me ha gustado. Pero he de admitir que de vez en cuando me gusta que me pregunten por las paradas del tren o por el tiempo de espera. En Atocha, a la vuelta de mi viaje, encontré a una chica con ganas de hablar. Me preguntó si el próximo tren llegaba hasta Guadalajara. Le contesté y acto seguido me preguntó «¿qué lees?». Le pareció muy interesante el argumento del libro. Le conté lo mucho que me gusta como está escrito y le entusiasmó el lenguaje sincero y directo que emplea la autora. Nos despedimos y sonreí al ver que no todo el mundo vive ‘encorsetado’ juzgando a los demás.
Sin duda, hay que eliminar tabús, lo desconocido puede ser gratificante y enriquecedor. De ahora en adelante pienso alzar mis libros en el transporte público para que los curiosos se interesen por algo más que las pantallas de sus smartphones. Para que me pregunten por aquello que estoy leyendo. Y soñaré con que alguna de todas esas veces alguien anónimo se dirigirá a una librería en busca de una historia sin miedo a las mentes obsoletas.
Los libros son la mejor almohada para una sociedad dormida. Disfrutad de este cortometraje de Dario van Vree y compartidlo para que la gente se desprenda de tabús irracionales entorno a la sexualidad.
Muchísimas gracias por tus palabras sobre mi libro. Me has alegrado el día.